Los pisos de Ayuso: entre el privilegio, el silencio y la opacidad
La vida privada de los dirigentes políticos debería mantenerse, en principio, al margen del debate público. Pero cuando el ámbito personal se entrelaza con posibles delitos fiscales, favores empresariales y una falta de transparencia que contradice los estándares de responsabilidad pública, el silencio se convierte en sospecha, y la privacidad en un asunto de interés general.
Ese parece ser el caso de Isabel Díaz Ayuso y su pareja, Alberto González Amador, cuya situación patrimonial vuelve a estar en el centro de la polémica. La historia no es nueva, pero los detalles recientes que han salido a la luz la hacen imposible de ignorar: la presidenta de la Comunidad de Madrid reside con su pareja en dos pisos superpuestos en Chamberí, cuyo valor conjunto asciende a 1,8 millones de euros. Uno comprado directamente por González Amador, y el otro adquirido por una sociedad que, según sus propias palabras, se lo alquila “como favor” por 5.000 euros mensuales.
Todo sería anecdótico si no fuera porque la entrada que González Amador dio para comprar su vivienda (350.000 euros) coincide sospechosamente con la cantidad que había defraudado a Hacienda. La Agencia Tributaria le atribuye dos delitos fiscales y falsificación documental por presentar facturas falsas que le permitieron simular gastos inexistentes y reducir artificialmente sus beneficios. El dinero que sirvió para comprar el piso parece ser, en parte, fruto de ese fraude.
A esto se suma un segundo piso, aún más lujoso, que la pareja disfruta en régimen de alquiler con opción a compra. La operación está rodeada de sombras: la sociedad que lo compró, Babia Capital SL, recibió un préstamo casi equivalente al precio del inmueble, pero no hay rastro de quién lo concedió. El administrador de dicha sociedad, imputado en el mismo caso que González Amador, sería quien realizó el “favor” de adquirir el ático para alquilárselo. ¿Quién está detrás del dinero? ¿Por qué esta operación no aparece registrada como vinculada, si supuestamente la financiación partió de alguien relacionado con la empresa?
Mientras tanto, Ayuso guarda silencio. Solo ha ironizado, en tono sarcástico, sobre quienes califican de “lujoso” el piso en el que vive. No ha ofrecido explicaciones claras sobre su papel en estas operaciones, ni sobre cómo es compatible la vida que lleva con la supuesta independencia de los actos de su pareja. La Comunidad de Madrid llegó a declarar que ella no paga ningún alquiler. Entonces, ¿quién lo hace?
Aquí no estamos ante simples decisiones personales, sino ante un posible conflicto ético y legal que roza la corrupción. Porque si una presidenta autonómica reside en un ático pagado por una sociedad opaca, cuya compra fue facilitada por un imputado por fraude fiscal, ¿cómo puede seguirse hablando de normalidad? ¿Cómo es posible que no se exijan responsabilidades políticas?
La historia, además, conecta con un episodio aún más grave: el enriquecimiento de González Amador durante la pandemia, cuando cobró casi dos millones en comisiones por intermediar en la venta de mascarillas. ¿Se benefició de su red de contactos? ¿Qué papel jugaron sus relaciones con altos cargos de empresas sanitarias? ¿Hubo tráfico de influencias?
Ninguna de estas preguntas ha recibido respuesta. Y mientras tanto, la pareja presidencial sigue viviendo en la cúspide –literal y simbólicamente– de un sistema que parece premiar a quienes saben moverse entre la política, el negocio y la opacidad.
Este caso no va solo de viviendas. Va de integridad pública, de transparencia y de justicia. La ciudadanía merece saber en qué condiciones vive su presidenta y cómo se financiaron los bienes que disfruta. Porque en democracia, la confianza no se presume: se demuestra.

